En materia económica, como en otras muchas plazas, casi todo es cuestión de expectativas. Nos importa el presente, pero cuando pensamos donde invertir los ahorrillos, si cambiar el coche o esperar, si hacer una escapadita o guardarnos los dineros, sin duda miramos hacia adelante.
Esta manera de proceder debería ser la normal -la lógica- pero, por desgracia, en España no es la habitual. El problema es que vivimos en un estado absolutamente paternalista y empezamos a sufrir las consecuencias. Hemos asimilado tan bien que papá estado estará siempre para sacarnos las castañas del fuego que aquí nadie se ha preocupado de pensar en el futuro antes de tomar sus decisiones económicas.
El inconveniente que tiene vivir en un país como el nuestro, donde nos dicen que llenemos el depósito del coche en invierno, que bebamos agüita en verano, que no nos alejemos de la orilla que hay bandera amarilla oscura casi naranjita, que no fumemos, que no tomemos hamburguesas, o los modelos de familia que debemos y no debemos respetar, es que seguimos esperando a que venga papa estado a sacarnos de la crisis.
Las cajas con sus rescates, las comunidades autónomas podridas de deuda (los últimos datos indican que José María Barreda dejó una deuda en Castilla la Mancha de 2.606.000.000 euros), los bancos que han endosado créditos a diestro y siniestro no pueden cobrarlos, y los particulares -que se dicen estafados- quieren zanjar sus adeudos con el banco solo con la entrega de un piso comprado de forma irresponsable. Cada uno arrima el ascua a su sardina como buenamente puede pero absolutamente nadie asume las consecuencias de sus actos.
Aparte de todas las medidas económicas que deberían haberse tomado ante esta crisis y durante la misma, quizá lo más importante para empezar a levantar cabeza sea asumir la que está cayendo, pues alguno parece no haberse dado cuenta.
Dejando a un lado la atrofia colectiva, la infantilización de la sociedad, el conformismo y la falta absoluta de cualquier atisbo de competitividad, aspiraciones, o ganas de progreso, el problema más grave que acarrea el modelo de estado sobreprotector es la elusión de cualquier responsabilidad: aquí no pasa nada, ya vendrá el estado -bien sea a pagar un rescate, a zanjarme la hipoteca con la entrega del piso, o a vender deuda a precios desorbitados para que el españolito medio pague mis despilfarros, con los que ,además, me he hecho de oro a golpe de concesión-.
En mi opinión, la forma de salir de la crisis y, sobre todo, de no tropezar tan fácilmente con la siguiente pasa inevitablemente por que cada uno asuma con la mayor contundencia posible las consecuencias de sus acciones. El ciudadano de a pie debe ser consciente de cuál coche puede comprarse y cuál no, de qué piso puede asumir y de cuándo puede irse de vacaciones a Punta Cana; independientemente de que el banco le preste o no le preste el dinero necesario para ello. “Es que el banco me prestaba el dinero”. Ante este argumento dignísimo del niño en que nos ha convertido la sobreprotección estatal no hay otra respuesta que: “y si el banco te dice que te tires a un pozo, ¿te tiras?”.
Los bancos y cajas no deberían ser objeto de ningún rescate ni se debería impedir su quiebra. Juguemos al capitalismo, pero tanto en las duras como en las maduras. Si un banco quiebra que sus directivos paguen por ello entre rejas. De modo que al próximo que, sentadito en su despacho miarrau miau miau miau miau, le entren ganas de prestarle 100 milloncejos al promotor de turno, tal vez se le quiten viendo a su predecesor en el caldero.
Y por último, políticos, los reyes de mambo. Presidentes y gobiernos que niegan crisis evidentes, endeudan a sus ciudadanos, destrozan familias, y hunden en la miseria países tan prósperos como el nuestro
¡En fin! Si estuviésemos en el Siglo XVIII, o si yo fuese un conocido novelista y articulista al que leo con devoción, me podría permitir terminar el artículo con un: "Faltan guillotinas en este país para tanto hijo de puta"; como no lo soy, me conformaré con un: es una pena que en este país no exijamos unos mínimos culturales a los políticos.
¡En fin! Si estuviésemos en el Siglo XVIII, o si yo fuese un conocido novelista y articulista al que leo con devoción, me podría permitir terminar el artículo con un: "Faltan guillotinas en este país para tanto hijo de puta"; como no lo soy, me conformaré con un: es una pena que en este país no exijamos unos mínimos culturales a los políticos.